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taban en total desacuerdo, y cuando una manifestaba la intención de avanzar, la otra, por espíritu de oposición, se empeñaba en retroceder. Además, el Bargamot que le llevaba cogido del brazo era tan distinto del Bargamot a quien había conocido hasta entonces, que Garaska, picada su curiosidad, quería ver en qué paraba aquello. El guardia, luchando con enormes dificultades de expresión, hablaba de las ordenanzas del cuerpo a que pertenecía, de su deber de perseguir a los alteradores del orden, etc.

—Hay gente... ¿comprendes?... que si no fuera por el palo...

—Sí; tiene usted razón, Iván Akindinich. Nosotros, si no se nos sacude el polvo...

—¡No, hombre, no me has entendido! Yo no digo que se te deba pegar... Lo que digo es...

Bargamot trató en vano de formular su pensamiento de una manera inteligible.

Llegaron.

Garaska ya no se asombraba de nada. La que se quedó estupefacta al ver entrar a aquella singular pareja fué María, la mujer de Bargamot; pero su marido contestó con los ojos a su mirada interrogadora que no había que pedirle explicaciones. Además, su buen corazón le dictó lo que debía de hacer.

Momentos después, Garaska, desconcertado, tímido, se sentaba a la mesa. Hubiera querido que se lo tragara la tierra: le avengonzaban sus harapos, sus manos sucias, su borrachera...

Sin levantar los ojos del plato, comía la sopa, endiabladamente caliente y muy grasosa. En su turba-