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le dirigía denuestos sobremanera pintorescos. El ciclópeo guardia, aunque no los entendía del todo—tan áticos eran—, se sentía tan herido en su dignidad como si le pegasen.

¿De qué vivía aquel hombre?... ¡Misterio! Nadie le había visto nunca en estado normal. Carecía de domicilio, y dormía en las huertas o a la orilla del río, entre los matorrales.

Al empezar el invierno desaparecía, y reaparecía al comenzar la primavera. ¿Por qué volvía siempre a aquella ciudad donde todo el mundo le maltrataba? ¡Misterio!... Se recelaba que la propiedad individual no era para él una cosa sagrada; pero no se le había podido coger in fraganti, y si se le maltrataba, sólo era por meras sospechas.

Los harapos que cubrían—digámoslo así—su desmedrado cuerpo estaban húmedos de lodo. En su rostro, que se inclinaba hacia delante como al peso de la encarnada narizota, se veía, entre otros vestigios del ardor bélico de sus adversarios, un flamante arañazo bajo el ojo derecho.

Cuando logró al fin dejar atrás al inoportuno farol y divisó la figura majestuosa e inmóvil de Bargamot, se llenó de alegría.

—¡Buenas noches, Bargamot, Bargamotich!—gritó—. ¿Cómo va esa preciosa salud?

Y al hacer con la mano un gentil saludo, perdió el equilibrio, y gracias al farol, del que apenas le separaba un paso, no se desplomó sobre las losas.

—¿Adónde vas?—le preguntó, severo, el guardia.

—¡Siempre adelante!