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he aquí que otro obstáculo imprevisto le cortó el paso: un farol. El borracho entró al punto en relaciones íntimas con él, abrazándole como al mejor de sus amigos.

—Un farolito, ¿eh?—rezongó.

Aquella noche estaba—cosa insólita en él—de un humor excelente.

Y en vez de poner al farol como chupa de dómine, se limitó a dirigirle algunos reproches suaves, casi afectuosos.

—¡Déjame pasar, sin... ver... gon... zón!—balbuceó.

Y al sentir en la cara la húmeda frialdad del poste, contra el que a cada instante se apretaba más, añadió:

—¡Puerco!

En este patético momento le vió Bargamot. Garaska era su enemigo mortal: ningún borracho le daba tanto que hacer como él. A pesar de su aspecto insignificante, era el más imprudente, el más descomedido de todos los del barrio. Los demás se limitaban a escandalizar un poco y no solían meterse con nadie. El armaba unos escándalos terribles e insultaba a la gente. En vano se le sacudía el polvo y se le tenía días enteros en el calabozo sin comer; nada de esto le hacía enmendarse. Había dado en la flor de pararse bajo los balcones de uno de los vecinos más respetables de la calle Puchkarnaya y colmarle de injurias, no se sabía por qué. Los criados bajaban a lo mejor, y le vapuleaban, con gran algazara del vecindario; pero él, en cuanto se retiraban, volvía a la carga. A Bargamot no le tenía respeto alguno y