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cana y chaleco, camisa de percal de color y botas altas, cuyas cañas, en extremo arrugadas, parecían acordeones. Al día siguiente, muchas de aquellas galas se quedarían en las tabernas, a título de rehenes, o un violento tirón, en un amistoso cuerpo a cuerpo, las desgarraría; pero aquella noche sus dueños iban elegantísimos. Todos llevaban en la mano, envueltos en un pañuelo, roscones de Pascua, para que los bendijese el cura.

Ninguno se fijaba en Bargamot. El gigantesco guardia los miraba con cierto enejo, presintiendo que al día siguiente tendría que conducir a muchos a la Comisaría. Los envidiaba. De buena gana hubiera ido también a la iglesia, iluminada, en galanada...

—¡Por vosotros, malditos borrachos—murmuró—, tengo que estar aquí de plantón!

La calle fué desanimándose y se quedó al cabo desierta. Empezaron a sonar alegres campanadas en la torre de la iglesia, anunciando la buena nueva de la resurrección de Cristo. Bargamot se quitó el sombrero y se santiguó. La hora de volver a su casa se iba acercando. Se puso de mejor humor al pensar en la mesa con un mantel muy limpio, sobre el que habría roscones de Pascua, pasteles y huevos cocidos. Cambiaría con su mujer y su hija los besos tradicionales. Despertarían a Vania, su hijito, y lo llevarían a la mesa. El chiquitín empezaría por reclamar un huevo teñido de rojo, tema durante toda la Semana Santa de sus conversaciones con su hermana. ¡Qué sorpresa la suya cuando le dieran, no un huevo te-