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inculcarle a su familia los buenos principios, no porque su mujer y sus hijos lo mereciesen, sino obedeciendo a las vagas ideas pedagógicas encerradas en su monolítico cerebro. Esto no era óbice para que, respetándole mucho, María, su mujer, de muy buen ver aún, lo manejase a su capricho, con una ágil destreza de que sólo son capaces las débiles hijas de Eva.


Una suave noche de primavera, a cosa de las nueve, Bargamot se hallaba en su puesta habitual, en la esquina de las calles Puchkarnaya y Posadskaya. Estaba de muy mal humor. Era sábado de Gloria; todo el mundo se iría dentro de poco a la iglesia, y él tendría que estar allí hasta las tres de la mañana.

No era que tuviese ganas de rezar; pero había en la atmósfera algo pascual que le turbaba. Aquel sitio, en el que se pasaba a diario largas horas desde hacía diez años, le era aquella noche antipático; un vago deseo de tomar parte en el regocijo general le impacientaba. Además, tenía hambre: su mujer, como era día de ayuno, sólo le había dado de comer unas sopas sin grasa. Y su barrigón reclamaba alimentos más substanciosos.

Bargamot escupió con rabia, hizo un cigarrillo, lo encendió y empezó a darle chupadas nada sibaríticas. Tenía en casa unos cigarrillos excelentes, que le había regalado el tendero de la calle; pero los reservaba para la fiesta.

No tardó en llenarse la calle de vecinos que se dirigían a la iglesia, muy endomingados, con ameri-