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cuerpo a que pertenecía, que se había aprendido a costa de heroicos esfuerzos; pero se habían grabado de un modo definitivo en su cerebro monolítico.

De lo que no sabía no hablaba. Y su silencio era tan digno, que avergonzaba a los que sabían más que él.

Poseía una fuerza muscular enorme. La fuerza muscular, en la calle de Puchkarnaya, donde él ejercía sus funciones, era de suma importancia. Habitada por zapateros, sastrecillos, traperos y otros honorables representantes de la industria, y provista de un par de tabernas, dicha calle era teatro, sobre todo los días de fiesta, de batallas homéricas, en las que intervenían las mujeres de los contendientes, para separarlos, y a las que asistían, entusiasmados, los chiquillos.

La turbulenta multitud de luchadores ebrios chocaba como con un muro de piedra con el inconmovible Bargamot, cuyas manos robustas solían detener a los dos borrachos más belicosos y conducirlos a la Comisaría. Los detenidos sólo protestaban por el bien parecer y confiaban su destino al gigantesco guardia.

Tal era Bargamot en lo atañedero a la política exterior. En lo que concierne a la política interior, su conducta era no menos digna. La choza donde el guardia vivía con su mujer y sus dos hijos, y en la que apenas cabía su enorme humanidad, era una firme ciudadela de la santidad del hogar. Austero y laborioso, Bargamot, en sus horas libres, cultivaba su huertecita. Con frecuencia se valía de las manos para