ora hacia la vida; por fin, Augusto logró sacudir el anonadamiento que le impedía hallar en los dolores y las alegrías de la existencia una fuente de energía defensiva contra el horror del Infinito y las tinieblas de la Nada.
—No, no me has matado, Lázaro—profirió con firmeza—. Soy yo quien te matará a ti. ¡Vete!
Aquel día el divino Augusto saboreó los manjares y las bebidas con un placer insólito. Pero a veces su mano levantada se detenía en el aire y el fulgor de sus ojos de águila se apagaba: la helada sombra del horror había cruzado ante ellos. Vencido, pero no aniquilado, el Espanto esperaba, severo, su hora: mientras vivió el emperador, permaneció a su cabecera; señor de sus noches, no osaba disputarles sus días a las alegrías y los dolores de la vida.
Al día siguiente, por orden del emperador, se le quemaron a Lázaro los ojos con un hierro candente y se le envió a su patria. El divino Augusto no se atrevió a condenarle a muerte.
VII
Lázaro tomó al desierto, y el desierto lo acogió con el silbo del viento y el calor abrasador del Sol. De nuevo se sentó en una piedra; de nuevo levantó la azulada faz, la barba inculta. Y los dos agujeros negros, terribles, en que el hierro candente había trocado sus ojos, miraron al cielo. A lo lejos, la ciudad santa se agitaba, ruidosa; pero en torno de Lázaro