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—¡Mírame, Lázaro, mírame!—repitió Augusto, tambaleándose.

El tiempo se detuvo, y el principio y el fin de todas las cosas se acercaron terriblemente. A los ojos del emperador, su trono, apenas alzado, se derrumbaba y le reemplazaba el vacío; Roma se desmoronaba sin ruido; una nueva ciudad se alzaba sobre sus ruinas, y el vacío absorbía al punto la nueva ciudad; cual enormes fantasmas, urbes, estados y países se disipaban rápidos y desaparecían en el vacío como si el seno obscuro del Infinito, impasible e insaciable, se los tragara...

—¡Basta!—ordenó Augusto.

Ya la apatía apagaba su voz; sus brazos caían, laxos, a lo largo de su cuerpo; sus ojos de águila se encendían y se obscurecían, luchando contra las tinieblas invasoras.

—¡Me has matado, Lázaro!—murmuró.

Y estas palabras de desesperación le salvaron. Se acordó del pueblo, del que él debía ser el amparo, y un dolor agudo y saludable traspasó su corazón embotado.

«Están destinados a la muerte», pensaba con angustia.

«Son como sombras luminosas en las tinieblas del Infinito», se decía con horror.

«Son frágiles vasos llenos de sangre hirviente, corazones que conocen la alegría y el dolor», añadía con ternura.

La meditación del soberano duró largo rato, y la cruz de la balanza ora se inclinaba hacia la muerte,