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un trigal, roes la sabrosa espiga de la alegría y segregas el veneno del dolor y la desesperación. Tu verdad es como un acero enmohecido en manos de un asesino nocturno, y te haré matar como a un criminal. Pero antes quiero ver lo que hay en tus ojos. Acaso sólo atemoricen a los cobardes y despierten en los bravos la sed de lucha y de victoria. En tal caso no merecerías un castigo, sino un premio. ¡Mírame, Lázaro!

En los primeros momentos le pareció al divino Augusto que era un amigo quien le miraba: tan dulce, seductora, atractiva, hechizante, era la expresión de los ojos del resucitado. No era el espanto, sino la paz, lo que prometía, y el Infinito parecía en ella una tierna amante, una hermana compasiva, una madre. Pero poco a poco el suave abrazo se hacía más fuerte; a la boca, ávida de besos, le faltaba el aire; un aro de hierro se hundía en la carne y se ceñía a la armazón ósea; unas uñas frías y afiladas se clavaban, acariciadoras, en el corazón.

—Tu mirada me hace daño—dijo el divino Augusto, palideciendo—. Pero mírame, Lázaro; sigue mirándome.

Diríase que unas pesadas puertas, cerradas para siempre, se abrían lentamente y que por la creciente rendija el horror amenazador del Infinito penetraba, lento y glacial. Como dos sombras, el vacío inmenso y las tinieblas sin límites avanzaban, apagando el Sol, retirando de debajo los pies el suelo firme y el techo de sobre la cabeza. Y el corazón, helado, cesaba de sufrir.