—Ya lo sé. ¿Pero qué eres ahora?
Lázaro repitió, tras unos instantes de silencio, con voz sombría y helada:
—Yo era un muerto.
—¡Oye, desconocido!
El emperador, escanciando sus palabras, expresó, severos el gesto y el acento, las ideas que el siniestro prestigio del resucitado habían despertado en su cerebro:
—Mi imperio es un imperio de vivos; mi pueblo es un pueblo de vivos, no de muertos. Y tú estás de más aquí. No sé lo que eres, no sé lo que has visto en el otro mundo; pero si mientes, odio tu mentira, y si dices la verdad, odio tu verdad. Siento en mi pecho la palpitación de la vida; siento en mis manos el vigor; mis orgullosos pensamientos recorren, como águilas, el espacio. Bajo la protección de mi poder, de mi autoridad, al abrigo de mis leyes, la gente vive, trabaja, canta y ríe... ¿No oyes la maravillosa armonía de la vida? ¿No oyes los clamores guerreros que los hombres lanzan, encarados con el porvenir, desafiándolo?
Augusto abrió los brazos en un ademán de plegaria, y gritó solemnemente:
—¡Que la vida, la vida maravillosa y divina, sea glorificada!
Pero Lázaro callaba, y el emperador prosiguió, acentuando la severidad de su gesto y su acento:
—Tú estás de más aquí. Lamentable despojo, que la muerte ha despreciado, les inspiras a los hombres la angustia y la desgana de vivir. Como una oruga en