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gía enorme, invencible, y había rehusado toda compañía en su duelo fatídico con el resucitado por milagro. Lo recibió a solas.

—No me mires, Lázaro—ordenó cuando le vió entrar—. He oído decir que, como Medusa, conviertes en piedra a cuantos miras. Yo quiero contemplarte y hablar contigo un poco antes de ser petrificado.

Había en su acento una imperial jovialidad no exenta de temor.

Se acercó a Lázaro y contempló en silencio su rostro y su extraño traje nupcial. A pesar de su vista penetrante, los afeites y los artificios peluqueriles le engañaron.

—¡Tu aspecto no es nada terrible, respetable anciano! Cuanto más lo horrible ofrece un aspecto agradable y digno, tanto más temible resulta para el pueblo. Hablemos un poco.

Augusto se sentó y, preguntando con los ojos tanto como con la palabra, inquirió:

—¿Por qué no me has saludado al entrar?

Lázaro contestó, en tono indiferente:

—No sabía que debía hacerlo.

—¿Eres cristiano?

-No.

Augusto movió aprobativamente la cabeza.

— Lo celebro. No me son simpáticos los cristianos. Sacuden el árbol de la vida sin dejarle cubrirse de frutos, y mustian sus flores fragantes. ¿Qué eres, pues?

Con un ligero esfuerzo, Lázaro contestó:

—Yo era un muerto.