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VI


Lázaro no se deslumbró ante los esplendores del palacio imperial. Parecía no encontrar diferencia alguna entre su casa en ruinas, en cuyo umbral comenzaba el desierto, y aquel palacio de mármol, magnífico y sólido. Bajo sus pies, el mosaico ricamente trabajado no difería nada de la movediza arena del desierto, y la multitud de dignatarios, pomposamente vestidos, era a su vista como el vacío del aire. Los palaciegos bajaban los ojos a su paso, temerosos del terrible efecto de su mirada; pero cuando el ruido de sus pisadas, graves y lentas, se apagaba, levantaban la cabeza y miraban con una curiosidad medrosa la silueta maciza del corpulento anciano, un poco encorvado, que se alejaba en dirección a las habitaciones de Augusto. Si se hubiera tratado de la muerte en persona, el espanto de los palaciegos no hubiera sido mayor, pues hasta entonces sólo los muertos habían conocido la muerte y los vivos sólo habían conocido la vida, y no había habido puente entre los vivos y los muertos. Pero aquel ser extraordinario conocía la muerte y su ciencia maldita era misteriosa y terrible.

«¡Va a matar a nuestro divino Augusto!», pensaban, asustados, y le lanzaban vanas maldiciones al resucitado, que avanzaba impasible hacia el corazón del palacio.

El César sabía quién era Lázaro y se disponía a la entrevista. Alma viril, tenía conciencia de su ener-