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vida perdía su sentido y sus alegrías se evaporaban. Se empezó a decir que era peligroso enseñarle un hom, bre así al emperador; que lo mejor sería matarle, enterrarle a escondidas y hacer creer que había desaparecido. Se afilaban ya los aceros, y ciudadanos jóvenes y patriotas se disponían abnegadamente a ser ellos los matadores, cuando Augusto ordenó que a la mañana siguiente le llevasen a Lázaro y dió al traste con tan crueles proyectos.

Ya que no era posible deshacerse de él, se quiso, al menos, atenuar la deprimente impresión que producía su rostro. A ese fin se recurrió a los servicios de hábiles peluqueros, que invirtieron toda la noche en la tarea. Le cortaron la barba y se la rizaron; el tinte azulado de la cara—así como el de las manos—lo ocultaron bajo una capa de pintura blanca y roja; los surcos dolorosos que afeaban la vieja faz se disimularon con afeites, y en la falsa tersura de las sienes y las mejillas se dibujaron, con un fino pincel, arruguitas de vejez jovial y bonachona.

Lázaro se sometió a todo, indiferente. Y cuando se dirigió al palacio del emperador tenía el aspecto de un hermoso anciano, de un abuelo plácido y patriarcal. Diríase que aun conservaba en los labios la sonrisa con que, en otro tiempo contaba chascarrillos; el rabillo del ojo se le prolongaba en un ligero frunce de indulgente ironía. Pero las vestiduras de boda no se habían atrevido a quitárselas, y no se habían podido transformar sus pupilas, aquellos vidrios negros y aterradores a través de los cuales el misterioso Más Allá miraba a los humanos.

El misterio
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