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—¡Míranos, Lázaro, y regocíjate con nosotros! ¿Hay algo más poderoso que el amor?

Lázaro los miró. Y siguieron amándose; pero su amor se tornó triste y sombrío como los cipreses de los cementerios, cuyas raíces se nutren de la podredumbre de las tumbas y cuyas copas negras buscan en vano el cielo en la paz del atardecer. Lanzados el uno en los brazos del otro por la ignota fuerza de la vida, mezclaban las lágrimas con los besos, el placer con el dolor, y se sentían doblemente esclavos: esclavos sumisos de la vida despótica, esclavos inermes de la Nada amenazadora y silenciosa. Siempre unidos, siempre separados, brillaban como dos estrellas, para apagarse en la obscuridad de la noche.

Lázaro visitó luego a un sabio, orgulloso de su ciencia, que le declaró:

—Ya sé todas las cosas horribles que me puedes decir, ¡oh, Lázaro! ¿Con qué cosa que yo no sepa puedes asustarme?

Pero pasó algún tiempo, y el sabio comprendió que el conocimiento de lo espantoso no es el espanto, que la visión de la muerte no es tampoco la muerte, que la sabiduría y la estupidez son iguales ante el Infinito, pues el Infinito las ignora. Y toda barrera desapareció entre la ciencia y la ignorancia, la verdad y la mentira, lo bajo y lo alto. Y el pensamiento informe del sabio se bamboleó en el vacío.

—¡No puedo ya pensar!—gritó el sabio, horrorizado, con la encanecida cabeza entre las manos—. ¡No puedo ya pensar!

Y bajo la mirada indiferente del resucitado, la