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a estar triste en Roma?», protestaban los transeúntes, frunciendo el entrecejo. Dos días después toda la ciudad estaba al tanto de la historia del resucitado, y se evitaba medrosamente su encuentro.

Pero había también en la capital muchos ciudadanos audaces, confiados más de lo debido en su energía, y Lázaro obedeció sumiso a su temeraria llamada. Los negocios de Estado obligaron al emperador a retardar la audiencia, y el resucitado frecuentó durante siete días la sociedad romana.

Un día estuvo en casa de un alegre gozador de la vida, que le acogió con la risa en los labios.

—¡Bebe, Lázaro, bebe!—le gritó—. ¡A Augusto le hará mucha gracia verte borracho!

Mujeres ebrias y desnudas se reían también, y pétalos de rosa caían sobre las manos azuladas de Lázaro. Pero el libertino le miró a los ojos, y su alegría se extinguió para siempre; su embriaguez duró toda su vida, aunque ya no volvió a beber. Y en vez de los sueños agradables que inspira el vino, terribles pesadillas abrumaron su pobre cerebro. Les sueños espantosos fueron desde entonces el único alimento de su espíritu trastornado y le tuvieron día y noche bajo el yugo de monstruosas quimeras, y la misma muerte no fué más horrible que sus feroces precursores.

Estuvo también Lázaro en casa de un joven y una joven que se amaban y eran felicísimos. Lleno de dulce compasión, el joven, rodeando con su fuerte y orgulloso brazo el talle de su amada, le dijo a su visitante: