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V


Y he aquí que el grande, el divino Augusto quiso también ver a Lázaro.

Se engalanó al resucitado con suntuosas vestiduras de boda, como si el tiempo las hubiera legitimado y debiera ser hasta su muerte el novio de una virgen desconocida. Fué como si se hubiera redorado un viejo ataúd podrido, a punto de pulverizarse, y se le hubieran añadido ornamentos nuevos y espléndidos. La conducción de Lázaro a Roma fué solemne; la caravana parecía, en verdad, un cortejo nupcial: todos llevaban claras y bellas túnicas, y sonaban delante las trompetas de los heraldos, para abrirles paso a los enviados del emperador. Pero los caminos estaban desiertos: en el país natal del resucitado por milagro se maldecía su nombre odiado, y las gentes huían al solo anuncio de su terrible acercamiento. Las trompetas de cobre sonaban en el vacío, y sólo el desierto contestaba con su eco prolongado.

Se hizo después subir a Lázaro a bordo de un barco. Y fué aquélla la nave más fastuosa y más lúgubre que surcara nunca las olas de azur del Mediterráneo. Aunque iba en ella mucha gente, reinaban a bordo un silencio y una tristeza sepulcrales, y el agua parecía llorar, desesperada, al rozar la curva armoniosa de la proa. Lázaro, solo, aislado en el extremo delantero del barco, escuchaba, expuesta al sol la cabeza destocada, el ruido de las olas. Lejos de él, los marineros y los enviados yacían sentados o ten-