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las olas. A su llegada, el terrible cambio que se había operado en él asustó a su familia; pero él, para tranquilizarla, dijo en tono significativo:

—He resuelto el problema.

Y sin quitarse el traje, lleno de manchas, que no se había cambiado en todo el viaje, se puso a trabajar. El mármol, sumiso, rechinó bajo los golpes del martillo. Aurelio trabajó largo tiempo y con furia, sin dejar entrar a nadie en su taller. Al fin, una mañana declaró que la obra estaba terminada e hizo llamar a sus amigos, expertos y severos jueces en materia artística. Les recibió suntuosamente ataviado. En sus vestiduras fulguraban el vivo amarillo del oro y el rojo sangriento de la púrpura.

—He aquí lo que he creado.

En el rostro de los invitados se pintó un profundo dolor. El escultor, al pronunciar, frío y pensativo, aquellas palabras, había señalado con la mano y los ojos a un mármol monstruoso, en cuyas formas no había nada familiar a la vista, y, sin embargo, había arte—un arte nuevo, desconocido aún—. Sobre una delgada rama, caricaturescamente retorcida, yacían unos despojos informes y dispersos, extraños, inquietantes. Y, como por acaso, sobre uno de aquellos fragmentos, una mariposa, cincelada de un modo admirable, abría sus alas transparentes, trémulas de sed de volar.

—¿Qué significa esa divina mariposa, Aurelio?— preguntó alguien, desconcertado.

—No sé.

Debía decírsele la verdad al artista. Y uno de sus