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fuego, aunque fuera una hoguera muy pequeñita. Tengo un poco de frío... Las noches son en esta tierra demasiado frescas. Aunque no se ve, yo juraría que estás mirándome, Lázaro. Sí, estás mirándome; Jo siento, y en este instante estás sonriéndote...

Cerró la noche; el aire pareció impregnarse de su pesada obscuridad.

—¡Qué agradable será ver mañana salir de nuevo el Sol!... Soy escultor, ¿sabes?, un gran escultor... según aseguran mis amigos. Creo, si eso se llama crear; pero para crear se necesita luz. Le doy vida al mármol inerte, fundo el bronce sonoro en la llama, en la ardiente llama... ¿Por qué me roza tu mano, Lázaro?

—Ven—dijo el resucitado—; eres mi huésped.

Y entraron en la casa. La larga noche cubrió la tierra.


Ya bastante alto el Sol, el esclavo, que llevaba esperando a su amo largo rato, decidió ir en su busca. Y he aquí lo que vió: bajo los ardientes rayos, Aurelio, sentado junto a Lázaro, miraba silencioso, como Lázaro, al cielo. El esclavo se echó a llorar y gritó:

—¿Qué te pasa, amo?

El mismo día, el escultor se puso en camino de Roma. Y durante todo el viaje permaneció pensativo y mudo; miraba, atento, cuanto le rodeaba, el barco, el mar, los seres humanos, como si tratase de recordar algo. Se desencadenó una violenta tempestad, y mientras duró, Aurelio no se retiró de la cubierta, desde donde contemplaba el recio batallar de