que van a hundirse. Y en el vacío se agita el ser humano, ligero y vacío como una sombra;
»pues el tiempo no existe, y el principio y el fin de todo se juntan: resuenan aún los martillazos de la construcción de una casa cuando se ven las ruinas, y al punto, ni las ruinas se ven; apenas nace el hombre, se encienden a su cabecera los cirios funerarios, no tardando el vacío en suceder al hombre y a los cirios;
»y, rodeado de vacío y tinieblas, el hombre, desesperado, tiembla ante el horror del Infinito...»
Así hablaban los que aun tenían ganas de hablar. Pero los que no querían hablar y morían en silencio hubieran podido, sin duda, decir mucho más.
IV
Por entonces vivía en Roma un escultor famoso. Con la arcilla, el mármol y el bronce creaba cuerpos de dioses y de hombres, cuya belleza era tal, que la gente la calificaba de inmortal. Pero él no estaba satisfecho y aseguraba que había algo infinitamente más bello, que no podía fijar en el mármol ni el bronce. «No he cogido aún—decía—la luz de la Luna ni el fulgor del Sol, y no hay vida en mi bronce ni hay alma en mi mármol.» Y cuando, las noches de estío, se paseaba por entre las negras sombras de los cipreses y la luz de la Luna se reflejaba en su blanca túnica, los transeúntes le decían, riéndose:
—¿Has salido a coger luz de luna, Aurelio? ¿No has traído cesta?