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fondo verde, que hacía pensar, de un modo vago, en una dolorosa injusticia, en un error irreparable, en una felicidad perdida.

En las veredas no había huellas. ¿Por qué? Los habitantes de la casa eran numerosos. Norden se paseaba con frecuencia por el jardín; los niños, que eran tres, pasaban en él buena parte del día; pero—lo recuerdo como si aun estuviera viéndolo—en las veredas no había huellas.

Norden, vanagloriándose de esta curiosa singularidad de su jardín, me dijo un día que la arena de aquellas veredas era una mezcla especial de arcilla y casquijo, en la que ni aun inmediatamente después de la lluvia se señalaban las pisadas.

—Es un capricho...—añadió.

Yo no le oculté que el capricho me parecía absurdo.

El se echó a reír, sin que yo acertase a explicarme el motivo de su hilaridad, y, tocándome suavemente el codo, murmuró:

—Mire usted el jardín al amanecer.

Como obedeciendo a una orden irresistible, me levanté al amanecer, limpié los cristales empañados y miré al jardín: tres siluetas obscuras avanzaban, encorvadas sobre la arena, por las veredas. Comprendí que eran unos trabajadores entregados a la faena de borrar huellas. No me gustó aquello.

Aparte de las huellas, hubiera sido muy natural ver alguna vez en las veredas un juguete abandonado por un niño, un útil de trabajo olvidado por el jardinero; pero allí nadie abandonaba ni olvidaba nada. Las últimas hojas, amarillas, abarquilladas, caían de