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ENCÍCLICA

a pesar de gozar de tan gran poder, se cuida de no usurpar los derechos de los demás ni de hacerse cómplice de los intereses engañosos de alguno, sino que, llena de indulgencia, más bien renuncia a su propio derecho y, cuidándose con sabia igualdad de los grandes y los pequeños, se muestra como una guía y madre muy amorosa para todos. Quienes, a este respecto, intentan resucitar contra ella, cubriéndolas con nuevos argumentos engañosos, viejas calumnias que ya han sido refutadas y completamente superadas varias veces se comportan, por tanto, injustamente. Tampoco son menos reprobables aquellos que, por la misma razón, muestran desconfianza hacia la Iglesia o insinúan sospechas ante los jefes de Estado y ante las asambleas legislativas, de quienes merecerían recibir abundantes elogios y agradecimientos. La Iglesia, en efecto, no enseña ni manda nada que obstaculice o disminuya, de cualquier modo, la majestad de los príncipes, la seguridad ni el bienestar de los pueblos, sino que ofrece en todo momento, mediante la sabiduría cristiana, todo lo que pueda ser útil para común ventaja. En este sentido, las siguientes enseñanzas merecen una mención particular: Quienes detentan el poder reproducen entre los hombres la imagen del poder y de la providencia divina. El ejercicio de su poder debe ser justo y conforme al poder divino, imbuido de bondad paternal y preocupado únicamente por el bien del Estado. Un día tendrán que rendir cuentas al divino Juez y, dada su prestigiosa posición, será una rendición muy severa; Quien está sujeto a la autoridad debe mostrar siempre respeto y lealtad a los príncipes, como a Dios mismo, que ejerce su poder a través de los hombres, y obedecer sus mandatos, no tanto por temor, sino como respuesta de conciencia[1]. Debe, además, hacer por ellos súplicas, oraciones, peticiones y acciones de gracia[2]. Ha de observar religiosamente la legislación del Estado, evitar las conspiraciones de los malvados y de las sectas, no emprender nada sedicioso y emplear todos los medios para preservar la paz en la justicia. — Estas y similares enseñanzas y disposiciones del Evangelio, que son inculcadas con fuerza por la Iglesia, donde son tomadas en consideración y pueden hacer conocer su fuerza en términos concretos, no dejan de producir los frutos más preciosos, y hacerlos aún más abundantes en aquellos pueblos donde la Iglesia puede ejercer más libremente su oficio. En cambio, rechazar tales enseñanzas y rechazar la guía de la Iglesia equivale a oponerse a la voluntad de Dios y rechazar un beneficio muy grande. Por tanto, la verdadera prosperidad y honestidad no podrán existir en el Estado; todo caerá en la confusión, y los gobernantes y el pueblo se verán invadidos por la terrible expectativa de la desgracia. —

  1. Rom 13, 5.
  2. 1 Tim 2,1-2.