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ENCÍCLICA

El beneficio de la verdad y la gracia divinas, que Cristo Señor ha traído al género humano con su doctrina, es tan sublime y útil que nada, de ninguna naturaleza, puede compararse con él, y mucho menos igualarse. El poder múltiple y saludable de este beneficio, como todos sabemos, se extiende maravillosamente sobre todos y cada uno, sobre la sociedad doméstica y civil, para promover el bienestar de la vida mortal y conducir a la felicidad de la vida inmortal. De ello se deduce, sin lugar a duda, que los pueblos bendecidos con el don de la religión católica están comprometidos, con el más apremiante de los deberes, a honrarla y a amarla, puesto que en ella tienen a su disposición el mayor de todos los tesoros. Pero también se sigue que la tarea de interpretarla correctamente no puede ser competencia de los individuos y de los Estados, sino que debe realizarse según el método, las reglas y el orden que el divino autor de la religión ha especificado y dispuesto personalmente, es decir, bajo el magisterio y la guía de la Iglesia, que fue instituida por él como columna y fundamento de la verdad[1], y que, gracias a su especial asistencia, ha seguido floreciente en todos los tiempos y seguirá siéndolo. para siempre con la fuerza de la promesa: Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo[2]. — La verdadera razón, que garantizó a vuestro pueblo la continuación de tan acentuado benéfico influjo de la religión recibida de sus antepasados y padres, se puede ver en el hecho de que siempre permaneció unido, con profunda fe, a la Iglesia madre y, al menos al mismo tiempo, se mantuvieron firmes en la deferencia a los Romanos Pontífices y en la obediencia a los sagrados Prelados, que ellos, en virtud de su poder, habían designado. Vosotros mismos guardad en vuestro corazón y manifestad vuestra gratitud por las innumerables ventajas y honores que os han sido concedidos, por los múltiples consuelos que habéis recibido en los momentos difíciles y por las numerosas ayudas que, incluso ahora, están a vuestra disposición. — Cada día somos testigos de las importantes consecuencias que afectan a los pueblos y a los Estados cuando la Iglesia católica es respetada y tenida en la debida consideración, o cuando es vilipendiada y despreciada. En efecto, la doctrina y la ley del Evangelio contienen todo lo necesario para la salvación y perfección del hombre, tanto en lo que se refiere a la fe y al conocimiento, como en lo que respecta a la recta conducta y conducta de la vida. Ya que la Iglesia, en virtud del derecho divino que le confiere Cristo, tiene el poder de transmitir esa enseñanza y esa ley y de sancionarlas en el ámbito de la religión, goza, por gracia divina, de una gran fuerza, capaz de dirigir la sociedad humana, donde es defensora de las virtudes generosas y madre de los bienes más preciados. Sin embargo, la Iglesia, que el Romano Pontífice gobierna por voluntad divina,

  1. 1 Tim 3,15.
  2. Mt 23,20.