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ellos tenía veinticinco mil hectáreas; pero faltándoles las doscientas de Ciriaco, parecía faltarles la misma vida. Y sea por la virtud de las estaquitas, ó sea simplemente porque eran testarudos, empezaron á pleitear entre sí; y duró la cuestión tantos años, que cuando murieron no se había acabado y Ciriaco seguía gozando del sobrante.

Pero, si la codicia descansa, nunca muere; y vinieron otros sigilosamente, bien armados con papel sellado á montones, firmas, garabatos y rúbricas como para mandar á la cárcel al mismo juez, y sin que Ciriaco hubiese sospechado nada, llegó un día, de la capital, al juzgado de paz, la orden de desalojamiento.

Hacía veintinueve años que con su familia, siempre más numerosa, ocupaba el sobrante. Las doscientas hectáreas habían cambiado de aspecto; no quedaba más rastro de lo que eran antes que una gran mata de paja cortadera con sus hermosos penachos plateados, dejada adrede como recuerdo á la vez y adorno. El trigo, el lino, el maíz, la alfalfa y otros cultivos, los árboles frutales y hasta plantas de lujo cubrían todo el terreno. Como eran muchos los hijos de Ciriaco y que cada cual quería como propio este retazo de tierra, en el cual había nacido, todos se empeñaban en hacer de él el paraíso terrenal con que sueña cada hombre, y el resultado era que estas doscientas hectáreas daban para vivir á numerosas personas, más holgadamente que las cincuenta mil linderas á unos cuantos infelices y á sus dueños que nunca siquiera las habían visto.

Y llegó el alguacil con su oficio. Llegó... no llegó quiso llegar y no pudo. Al franquear la línea del sobrante, rodó.