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brado. Pero, ¿el de esta mañana, dónde estaba? Había uno, lo había visto, no había sido sueño.

Al caer el sol, sin saber cómo, volvió á dar con él; y no había duda posible, era el mismo, pobremente construído, con sus cinco hilos flojos y sus postes endebles; ¿estaría la tranquera? La buscó, galopó, cansó caballos y se cansó él también. Nada. Y de repente divisó, no muy retirado, el rancho, la población, donde, por la mañana, había estado con el viejo.

No supo si debía alegrarse ó patalear de rabia. Pero, ¿qué iba á hacer? estaba medio muerto de hambre y de cansancio. Arrolló la tropilla en el mismo sitio donde, por la mañana, la había dejado, y cabizbajo, se acercó al palenque. Lo recibió el viejito, siempre risueño y hospitalario.

—¡Ya de vuelta, amigo!—exclamó.—No iba muy lejos, según parece. ¿Cómo le fué?

—Bien, señor, no más—contestó Celedonio, conteniendo las ganas que tenía de atropellarlo.

—¿Estará cansado, amigo? váyase á la cocina que allí encontrará gente; vaya no más y desensille, que le darán de comer.

Fué Celedonio hacia la cocina, desensilló, entró y se encontro con varios hombres que rodeaban el fogón, tomando mate, fumando y cambiando, á ratos, algunas palabras, esperando que el asado estuviera listo para cenar é irse á dormir. Poca alegría reinaba entre esa gente, y todos parecían rendidos, como después de algún trabajo largo y fuerte.

Saludó Celedonio y se sentó, y sintió en la mirada con que lo filiaron todos, cierta compasión burlona, como si hubieran podido saber los presentes en qué situación humillante se hallaba. Pero se tran-