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EL ALAMBRADO DE DON CORNELIO

Apuradísimo, arreaba Celedonio la tropilla, rumbo al Sur; y para alguna diligencia muy urgente debía de ser, por la prisa con que iba. Era ya casi de noche; noche serena y clara de verano, propicia para galopar, y bien se comprendía que la aprovechara. Iba cortando campo y cruzando caminos, pero dejando á un lado, como si los evitara, los mismos que hubiera podido seguir, y dando vuelta á los alambrados que encontraba por delante. Había dejado ya muy atrás el pueblo de Guaminí, y galopaba en un bajo, casi hundido ya en la sombra creciente, cuando divisó, parados en la cima de un médano y envueltos en los últimos resplandores del sol poniente, tres jinetes á quienes, al momento, conoció por una comisión de policía. Detuvo la tropilla en el fachinal, se apeó, le quitó á la madrina el cencerro, y apuró la marcha, en silencio, alejándose más y más de la incómoda aparición. Al rato, se encontró frente á la tranquera de un alambrado que, á pesar de no ser nuevo, no se acordaba haber visto jamás; la tranquera, abierta, no tenía quien la cuidara, y á pesar de gustarle poco meterse en campos cercados, entró, como si hubiera sido el cerco, esta vez, amparo contra la indiscreción posible de aquellos milicos allá parados, en el médano. Y siguió, rumbo al Sur.