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frescó, se puso el poncho y ya la tropilla empezó á darle mucho trabajo, pues era como si los caballos no le hubieran hecho caso. Dejando maneada la yegua y la tropilla arrollada, se dirigió hasta una casa de negocio situada como á diez cuadras; y por el camino se fijó en que los teru—teros, aunque casi los pisase, no se levantaban, ni le gritaban; que de una majada que estaba allí paciendo, no se movió ni una sola oveja cuando pasó, y que ni los mismos perros le hacían caso, pues ni uno de ellos ladró cuando llegó.

Algo sorprendido, se apeó en el palenque y ató el caballo, mezclándose con la gente que allí estaba.

Había varios conocidos de él; pero vió que ninguno lo miraba, ni le hablaba, lo que le pareció por demás singular. Empezó á sospechar que la manta de vicuña, celosamente conservada por su padre, tendría alguna virtud desconocida, y saliendo al patio, se la quitó, para ver. Los perros, en el acto, empezaron & ladrar; dos ó tres gauchos miraron quién llegaba; uno de ellos lo conoció y lo saludó, y todas estas circunstancias casi le quitaron las dudas que aun le quedaban sobre el valor de la prenda.

Para quedar del todo seguro de la suerte que le había tocado, aprovechó un momento en que nadie lo miraba para volverse á poner el poncho; y aproximándose á un grupo de gauchos que jugaban á la taba, perfectamente conoció que ninguno de ellos lo veía; á tal punto que, colocándose por detrás del que iba á tirar y que estaba haciendo saltar al aire la taba, se la cazó de un manotón; se quedaron todos asombrados, y si la buscaron en el suelo, fué sólo con la esperanza de convencerse, encontrándola, de que no eran víctimas de una brujería.

Honorio quedó quizá tan asombrado como los