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comimos anoche, la única que nos dejó don Francisco.

Y, al pronunciar esas palabras, oyó en un rincón de la pieza, el ruido peculiar que hace la galleta bien seca al desmoronarse en la bolsa. Corrió don Gabino á su vez y se encontró con galleta para varios días.

Esta vez, no hubo duda ya que con don Francisco se podía realmente contar y se miraron los esposos con alegría sin reserva. Comieron con apetito y sólo fué cuando estuvieron cansados de comer que notaron que en la olla todavía quedaba con qué convidar á varias personas. Lo más raro es que, á pesar de ser bastante flaco el capón, el caldo era gordo y nutritivo, como si hubiera sido hecho con carne de vaca á pesebre.

Desde ese día, por pequeña que fuera la olla, y por flacas que estuvieran las ovejas, nunca les faltó, para comer, carne abundante y gorda, como si manantial hubiese sido la olla. Más, los dos niños crecieron, y su apetito, lo mismo; nacieron otros, y otros, hasta doce, entre varones y mujeres, y sin que se cambiase la olla, siempre alcanzaba para todos el puchero. Don Francisco no había venido nunca más á visitarlos y, asimismo, era como si habitara en la casa. Era el invisible protector de la familia, y Quintina era la que más devoción le tenía. Comprendía ella, aunque no lo confesara, que había sido más generoso con ella todavía que con Gabino; pues por su mala voluntad hacia él, bien hubiera podido castigarla, como suelen hacer esos emisarios misteriosos, de poder sobrenatural, con los que los reciben mal.

La había tenido lástima y la había perdonado, y por esto su recuerdo era más sagrado para ella.

La majada aumentó sin cesar, pues el consumo