maneador largo para que pudiera comer y se cambiaron las buenas noches.
Esa noche, antes de dormir, doña Quintina hizo sentir á su marido todo el peso de su legítima indignación. Ser hospitalario y generoso, tener lástima á la vejez y á la pobreza le parecía muy bueno, pero con la condición de que la hospitalidad no le viniera á quitar á uno mismo ninguna comodidad; que no llegase la generosidad á disponer de lo necesario á la misma familia, sino apenas de lo superfluo; y también encontraba que la vejez y la pobreza poca alegría traen consigo, y que siempre basta de plagas, con las que uno tiene en casa.
Gabino, siempre indulgente, dejó correr el chorro y cuando Quintina, como punto final, le quiso llamar la atención sobre el terrible ruido de trueno con que roncaba el viejo, que se oía desde la cocina y que les iba, decía ella, á quitar hasta el sueño, comprobó con cierta impaciencia que su marido también empezaba á roncar y no tuvo más remedio que agregar su nota de flanta al concierto.
El viejo era madrugador: con el alba se despertó y oyéndolo Gabino que andaba por la cocina, revolviéndolo todo, se levantó y se fué á juntar con él.
—Buenos días—le dijo el viejo, medio burlón.—¿Cómo ha pasado la noche? ¿No sufrió de empacho?
—No, señor—contestó don Gabino; y para retrucar el envite, agregó :— —Tiene apetito, esta mañana?
—¡Qué pregunta! pues no; casi me muero de hambre; pero, antes de churrasquear, tomaremos unos mates. Andaba buscando la yerbera, sin poderla encontrar.
Gabino prendió el fuego, llenó la pava, arregló el