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herir al puestero, también pensó inspirado sin duda por una vocecita conocida que le susurró algo al oído, —que muy bien lo podría atajar; y colocándose resuelto, con el cuchillito en la mano, frente al hombre del facón, le gritó:

—Deje usted de molestar aquí á la gente, ¡ hombre fastidioso! ¡ compadrón!

Todos los presentes se quedaron admirados del valor, más bien dicho, de la imprudencia del niño, y algunos lo quisieron detener, temerosos de que, en su enojo, el matrero lo matase. Pero más admirado que todos quedó el hombre del facón; no fué cólera lo que más sintió, ni desdén tampoco, sino más bien, al contrario, una especie de respeto para el pequeño adversario que le mandaba la suerte. Asimismo, no le permitía su fama de guapo dejarse insultar impunemente.

—Quítate de ahí, mocoso—gritó, para que no te castigue.

Y se adelantó hacia él con el rebenque levantado.

—¿Lo encontraste?—le preguntó el muchacho, con aire socarrón,—¿ó compraste otro? ¿y la daga, quién te la enderezó?

El gaucho se paró, atónito; pues creía que sólo él, en el pago, podía saber lo que le había pasado con la famosa partida de policía, días antes. Borracho, como andaba, aquel día, no se había fijado en Manuelito, y quedó confuso al oir sus palabras irónicas. Pero pronto, de la confusión pasó al enojo, y ciego de ira, sacó el facón de la cintura y se quiso abalanzar sobre el muchacho. Los presentes, demasiado cobardes para interponerse, creyeron, á pesar del valor que demostraba el chiquilín, que iba á ser éste. el combate del trige con el cordero.