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po, mucho deseo de sacar de su habilidad el mayor provecho posible, de lo cual tomó nota.

Al volver á la estancia, el patrón lo dió al capataz de ayudante principal, y éste, que lo miraba con celos, trató de hacerle incurrir en faltas. Natalito apenas unas cuantas veces había visto el rodeo, cuando una mañana, el capataz con tono airado, rezongó:

—Aquí falta un novillo.

—Sí, señor—contestó en el acto el muchacho; falta el manos blancas.

—¿De dónde sabes que es él?—contestó asombrado el capataz.

—Es que vi cuando usted lo dejó allá, en el pajonal.

—¿Cómo pudiste ver, si no estabas conmigo?

—No sé, señor; tendré buena vista. Y, ahora mismo, lo estoy viendo. Está echado un poco adentro de la orilla del pajal. ¿No lo ve usted?

—¿Cuándo lo voy á ver si hay más de una legua y está escondido?

—Yo lo veo—afirmó el muchacho.

El capataz, que adrede, para probar la ponderada perspicacia de Natalito, había dejado cortarse entre las pajas el novillo, no insistió, pero quedó convencido de que con semejante ayudante no se podría él mismo descuidar mucho en el desempeño de sus tareas.

Algunos días después estaban con el patrón revisando las vacas, cuando á éste se le ocurrió—para ver,—preguntar á Natalito de cuántas cabezas constaba el rodeo.

El muchacho recorrió rápidamente con la vista el oleaje de los lomos, y contestó sin vacilar: