Celedonio. Pero éste se sentía, en aquel momento, tan confiado en sí, que alzando la voz, contestó:
—¡Pago á todos, y por lo que quieran !
Y todos acudieron presurosos á depositar diez, cien, cinco, lo que cada uno podía. Doña Sinforosa —la muy pícara, mientras tanto, aseguraba que su marido era loco, y que, seguramente, iba á perder la apuesta, y muchos, al oirla, duplicaban la parada.
Fueron tantas las puestas, que si falla Celedonio, pierde todo lo que tenía, y quizás algo más.
1 Pero, ¡cuándo iba á fallar! Empezó la función:
cortó la punta del hocico, y después, en rebanadas, como él lo había prometido, las mandíbulas con los dientes, carrillos, lengua y todo; y toda la cabeza, el cráneo y las astas, y el pescuezo; é iba poniendo encima una de otra las tajadas con tanta prolijidad, que hubiera parecido enterita la cabeza á quien no la hubiera visto recortar.
Empezaron á temblar por los pesos, y algunos, arrepentidos, trataron de salvarse apostando ahora por Celedonio; pero muy pocos eran los porfiados, y cada uno tuvo que quedarse con su respectivo clavo.
Y siguió nuestro amigo, cortando y cortando, como chanchero despachando galantina, hasta acabar con todo el animal, hasta la punta de la cola, sin haber precisado siquiera mudar cuchillo.
A pesar de los muchos pesos que les costaba la apuesta, lo aclamaron todos, pues esa gente sabía lo que es un buen trabajo con cuchillo.
Celedonio y Sinforosa se fueron para su rancho, cargados de plata y muy contentos, por supuesto. Pero era ya casi de noche y dos de los peones del saladero, bandidos conocidos, que habían apostado fuer-