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momento se hiciera oir otro relincho del moro y otro silbato de la locomotora, ruido éste todavía nuevo para él, marchó como pudo entre la maleza hasta el palenque, y sin tratar de explicarse todavía nada de tantas cosas tan inexplicables, que todo le parecía mentira y todo le parecía verdad, montó en el moro y se largó al campo.

Lo encontró muy cambiado; se había vuelto todo de pasto tierno, cubierto de trébol y de cardo, una preciosura. Al poco andar, vió que también estaba muy poblado, y hasta recargado de hacienda.—Intrusos, pensó, que habrán aprovechado mi sueño para echarle al campo majadas y rodeos.—Pero, al acercarse, vió que todos los animales eran orejanos.—¿De quién serían entonces? ¿míos? ¿cómo diablos podía ser?

Siguió; veía en el horizonte una cantidad extraordinaria de parvas grandes, pero fuera de su campo, y como cuando había quedado dormido se importaba trigo y harina de Chile y de Europa, no se daba cuenta de lo que podían ser; pensó que eran poblaciones; pero ¿para qué tantas casas y tan grandes?

Cuando llegó cerca del alambrado, comentó mucho entre sí el gran adelanto que podía esto representar pero quedó mucho más sorprendido al divisar el terraplén del ferrocarril que se venía estirando desde lejos. En él estaba parado un largo tren de materiales y trabajaban muchos hombres. Comprendió el origen del silbato que lo había despertado y comoaunque nunca lo hubiera visto—había oído hablar del tren, se asombró de que hubiera podido llegar hasta esos campos tan retirados de la ciudad semejante progreso.

A la vuelta, el gaucho mandado por el juez había