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Regularmente venían los médicos con sus blusas blancas, y los estudiantes; examinaban a los enfermos y cambiaban sus opiniones.

Un día condujeron al chantre a la gran sala de conferencias y cuando regresó estaba agitado y charlaba sin cesar. Reía nerviosamente, se santiguaba, daba gracias y de cuando en cuando se enjugaba los ojos, que estaban enrojecidos, con el pañuelo.

—¿Por qué llora usted, padre mío?—preguntó el estudiante.

—¡Ah, querido, si usted hubiera visto aquello! ¡Era tan emocionante! Semenio Nicolayevich me hizo sentar en un sillón, se puso a mi lado y dijo a los estudiantes: «¡He aquí el chantre!»

Su rostro adquirió una expresión grave; pero las lágrimas ascendieron de nuevo a sus ojos y, habiendo vuelto pudorosamente la cabeza, continuó:

—¡Tiene un modo de decir las cosas ese Semenio Nicolayevich! Es tan conmovedor que le par te a uno el corazó

... Sollozó levemente.

—Había una vez, dijo Semenio Nicolayevich, había una vez un chantre... Había una vez...

Las lágrimas le cortaron la palabra. Después de haberse acostado ya susurró con voz ahogada:

—Ese buen Semenio Nicolayevich ha contado toda mi vida. Cómo viví en la miseria mientras no fui más que ayudante del chantre... todo... No ha olvidado tampoco a mi mujer... El buen Dios se lo recompense... ¡Era tan emocionante, tan emo-