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los que se hacía salir al corredor, sonreían al escuchar los gritos de los gorriones, y el chantre susurraba con una alegre extrañeza:

—¡Cómo alborotan los gorriones esos!

Pero las ventanas se volvían a cerrar y el ruido moría tan de repente como había nacido. Los enfermos volvían apresurados a la sala como si aun esperaran oír el eco de aquel ruido y respiraban ávidamente el aire fresco.

Ahora se acercaban con más frecuencia a las ventanas y permanecían junto a ellas mucho tiempo, enjugando los cristales con los dedos, por más que estaban bien limpios. Gruñían cuando les tomaban la temperatura y no hablaban mas que del porvenir. Todos se figuraban aquel porvenir sereno y bueno, hasta el muchachito de la sala 11, el que se llevaron a una habitación especial y había desaparecido después. Algunos de los enfermos le vieron cuando le transportaban sobre su lecho, la cabeza hacia adelante; estaba inmóvil y sólo sus ojos profundos miraban a su alrededor; había tanta tristeza y desesperación en sus miradas que los enfermos volvían la cabeza. Todos adivinaban que el muchacho había muerto, pero nadie estaba ni turbado ni asustado por aquella muerte: allí como en la guerra la muerte era un fenómeno trivial y simple.

La muerte se llevó casi por aquel mismo tiempo a otro enfermo de la sala número 11. Era un viejecito muy vivo atacado de parálisis. Se paseaba con aire despierto a través de la clínica, con un hombro hacia adelante, y contaba a todos siempre