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—La mía es muy alta—decía con orgullo—. Y los niños también. Verdaderos granaderos; palabra de honor.
Todo lo que veía alrededor suyo—la limpieza, a amabilidad de los médicos, las flores en el corredor—le parecía delicioso. Tan pronto riendo como haciendo la señal de la cruz manifestaba su entusiasmo a Lorenzo Petrovich con palabras abundantes.
—¡Dios mío, qué hermoso es esto! ¡Un verdadero paraíso!
El tercer enfermo de la sala era el estudiante Torbetsky. Casi nunca abandonaba la cama. Todos los días venía a verle una joven de alta estatura, con los ojos bajos modestamente y de paso ligero y seguro. Esbelta y graciosa con su vestido negro atravesaba el corredor con paso rápido, se sentaba a la cabecera del enfermo y permanecía allí desde las dos hasta las cuatro, hora en que según el reglamento las visitas debían irse y las criadas servían el te a los enfermos. A veces hablaban con animación, sonriendo y bajando la voz; pero así y todo se les oían algunas frases, precisamente las que ellos no hubieran querido se oyeran: «¡Te amo!» «¡Mi dicha!», etc. A veces callaban largo tiempo y se contentaban con cambiar miradas veladas. Entonces el chantre, tosiendo, salía de la sala con aire de hombre muy ocupado, y Lorenzo Petrovich, que fingía dormir en su cama, veía con los ojos entreabiertos cómo se besaban los dos. Su corazón empezaba a latir mas rápidamente y