El padre chantre, como se le llamaba, hablaba con placer y sin ocultar nada de sí mismo, de su familia y de sus conocimientos; preguntaba sobre los mismos asuntos a los otros con tan ingenua curiosidad que nadie se ofendía y le respondían con satisfacción. Si alguno estornudaba gritaba de lejos alegremente:
—¡Cúmplanse tus deseos!
Nadie venía a verle. Su enfermedad era grave, pero él no se sentía desgraciado. Trabó conocimiento no sólo con los enfermos, sino con los que visitaban la clínica, y no se aburría. A los enfermos les deseaba varias veces cada día una curación rápida, y a los sanos que pasaran el tiempo divertidos. Sabía decir a todo el mundo algo agradable. Todas las mañanas felicitaba a sus vecinos por la llegada del nuevo día. Siempre afirmaba que hacía buen tiempo, aun cuando lloviera o nevara. Al decirlo soltaba a reír dulcemente y golpeaba entusiasmado sus rodillas con las manos y palmoteaba. Daba las gracias a todo el mundo, y frecuentemente sin saber de qué. Habiendo tomado el te al mismo tiempo que Lorenzo Petrovich, le dió las gracias calurosamente:
—¡Qué bueno estaba!—dijo entusiasmado—. Un verdadero paraíso; ¿no es eso, padrecito? ¡Gracias por haberme hecho compañía!
Estaba muy orgulloso de su título de chantre, que llevaba desde hacía tres años. Preguntaba a todos, a los enfermos y a los sanos, de qué talla eran sus mujeres.