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sar de su vigor aparente. Desde el momento que le quitaron su ropa llegó a creer que no se pertenecía ya y estaba dispuesto a hacer todo lo que se le dijera.

La asistenta volvió con otra camisa, y aunque Lorenzo Petrovich tenía aún bastantes fuerzas para aplastar a la buena mujer con solo un dedo, permitió dócilmente que lo vistiera, y pasó torpemente la cabeza por la camisa. Con la misma obediente torpeza esperó a que le anudara las cintas de la camisa alrededor del cuello y la siguió a la sala. Andaba muy suavemente con sus pies de oso, como andan los niños cuando las personas mayores los conducen a donde no saben, quizá a castigarlos. La nueva camisa era también estrecha y le molestaba, pero no tenía valor para decírselo a la asistenta, no obstante que en su casa de Saratov docenas de hombres temblaban ante su mirada.

—¡Este es su sitio!—dijo la mujer indicándole una cama limpia y alta a cuyo lado había una mesa de noche.

No era mas que un rinconcito de la sala, pero precisamente por eso le agradó a aquel hombre agotado por la vida. Apresuradamente, como si se librara de alguno, se quitó la blusa y las pantuflas y se acostó. Y a partir de aquel momento todo lo que le había irritado y atormentado aún aquella mañana perdió su importancia para él. Por su memoria como un relámpago pasó toda su vida anterior: la enfermedad traidora que día tras día devoraba sus fuerzas; la soledad en medio de gentes