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oficiales... ¡Esto es un héroe! ¡Con una prostituta! ¿Qué dirán tus camaradas? ¡Canalla!...

Luba escuchaba con el cuello extendido. Había allí tres verdades diferentes: el viejo policía borracho y deshonesto; una mujer perdida, turbada por los relatos de otra vida llena de heroísmos y de sacrificios, y él. Las palabras insultantes del viejo policía le turbaron visiblemente; se diría que hasta había querido responder, pero acabó por conservar su sonrisa enigmática.

Poco a poco los oficiales fueron saliendo; los agentes de policía se habían acostumbrado a aquella habitación y a aquellos dos seres humanos medio desnudos, y permanecían tranquilos y flemáticos. Su jefe pensaba tristemente en que no se podría acostar, pues se habría de pasar el día entero en el puesto de policía.

—¿Puedo vestirme?—preguntó Luba.

—No.

—Es igual; puedes seguir así.

El viejo oficial no la miraba. Ella se volvió hacia el terrorista y susurró algo a su oído. El alzó los ojos hacia ella. Entonces ella repitió:

—¡Amado mío! ¡Amado mío!

El la sonrió con benevolencia. Y esta sonrisa, que le decía que no había olvidado nada y que seguía tan bueno y tan bravo, y que estaba casi desnudo y despreciado de todos, inspiró repentina mente a Luba un amor sin límites y una cólera loca, ciega. Se puso de rodillas dando un grito y besó sus pies desnudos.