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Entre ellas estaban las que pocas horas antes habían estado en la habitación. Le miraban indiferentes, con una curiosidad estúpida, como si le vieran por primera vez. Lo habían olvidado todo.

Se las echó pronto de allí.

Ahora el día había avanzado y en la claridad de la mañana la habitación era todavía más repugnante. Dos oficiales que habían pasado la noche en la casa entraron, vestidos y lavados ya.

—No, señores, no puedo permitirlo—protestó débilmente el viejo oficial de policía.

Pero los otros no le hicieron caso, se acercaron y se pusieron a examinar al terrorista y a Luba, cambiando sus observaciones despreocupadamente.

—¡Es guapo!—dijo uno de ellos, el más joven, el que había invitado a Luba a bailar. Tenía hermosos dientes blancos, bigote cuidado y ojos tiernos de jovencita. El terrorista le inspiraba un profundo disgusto y hacía muecas como si fuera a romper a llorar.

—¡Qué vergüenza! ¡Qué horror!—repetía.

—¡He aquí un anarquista!—dijo el otro oficial de más edad—. Os gustan las muchachas lo mismo que a nosotros, viejos pecadores...

—Pero ¿por qué diablos ha entregado usted el revólver en el escritorio?—decía el joven—. Al menos se podía usted haber defendido. Todavía comprendo que haya usted venido a esta casa... Eso le puede suceder a cualquiera... Pero ¿por qué no se guardó usted el revólver? ¿Qué dirán sus camaradas? Figúrese usted—añadió volviéndose a su co-