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ron gritos, amenazas, puñetazos. Cuando los policías, haciendo caer a Luba medio desnuda, llena ron la habitación con sus fusiles, sus uniformes y sus botas, vieron al terrorista en camisa, con los pies desnudos sentado sobre la cama. No decía nada. No había allí bombas ni nada terrible. No veían mas que la sucia alcoba de una prostituta, aun más repugnante a la luz del alba; una ancha cama en desorden, las ropas tiradas aquí y allá, una mesa llena de manchas de vino y el hombre afeitado, medio dormido, sin vestirse sobre el lecho.

—¡Las manos arriba!—gritó el oficial empuñando su revólver.

Pero el terrorista no le hizo caso y seguía callado.

—¡Registradle!—ordenó el oficial.

—¡Pero si no tiene nada!—exclamó Luba—. El revólver está en el escritorio. ¡Dios mío, Dios mío!

También ella estaba sólo con la camisa, y los dos, casi desnudos, daban una triste impresión entre aquellos hombres vestidos con uniformes y capotes. Registraron sus ropas, el lecho, la cómoda, todos los rincones, pero no hallaron nada.

—¡Pero si yo misma llevé el revólver al escritorio!—repetía Luba automáticamente.

—¡Cállate, Luba!—ordenó el oficial.

La conocía bien, y hasta había pasado con ella dos o tres noches. Estaba seguro de que decía la verdad; pero le alegraba tanto que el asunto tomara un cariz tan afortunado, que tenía necesidad de gritar, de mandar.

—¿Cuál es su nombre?