de muertos o como un muerto pudiera hablar de los vivos. Hablaba tranquilamente, con indiferencia, como un viejo que contara a los niños un cuento heroico de los tiempos antiguos. Y en las tinieblas de la pequeña habitación, que parecía agrandarse desmesuradamente ante los ojos encantados de Luba, pasaba un puñado de hombres muy jóvenes que no tenían ni padre ni madre, hostiles al mundo, contra el que luchaban como a aquel por el que luchaban. Soñando en el porvenir lejano, en los hombres-hermanos que no han nacido aún, pasan por la vida como sombras pálidas cubiertas de sangre. Su vida es terriblemente corta; todos perecen en el patíbulo, en el presidio o se vuelven locos. Hay entre ellos mujeres...
Luba lanzó un grito de dolor.
—¿Mujeres? ¡Pero qué es lo que dices!
—Sí; muchachas jóvenes, cariñosas. Valientes, desafiando todos los peligros, siguen a los hombres y perecen.
—¿Perecen? ¡Oh Dios mío!
Y Luba, sollozando, se apoyó en su hombro.
—¿Qué es lo que tienes? ¿Eso te conmueve?
— Esto no es nada, querido. Sigue contando.
El continuó. Y cosa extraña: a medida que hablaba, el hielo se transformaba en fuego y los tonos fúnebres de su canción de despedida sonaban para Luba como el «hossanna» de una vida nueva, bella y seductora. Le escuchaba ávidamente, con los ojos muy abiertos; sus lágrimas se secaban en seguida como devoradas por el fuego. Cada pala-