honor que el hombre acababa de sacrificar. Al fin, él mismo se echó a reír.
Solamente Luba no reía. Temblando de indignación se retorcía las manos y acabó por arrojarse, cerrados los puños, sobre una de las mujeres.
—¡Basta!—gritó él; pero nadie le escuchaba.
Por fin se restableció la calma.
—¡Esperad!—dijo—. Os voy a hacer reír todavía.
—¡Déjalas!—protestó Luba enjugándose las lágrimas—. Hay que echarlas a todas.
—¿Tienes miedo?—preguntó él—. ¿Quieres la honradez? ¡No piensas mas que en eso, bestia!
Y sin ocuparse ya de Luba se volvió hacia las otras mujeres alzando las manos en alto.
—¡Oídme bien! Os lo voy a mostrar. Mirad mis manos.
Las mujeres, alegres y fatigadas, miraron las manos y esperaron con curiosidad alguna sor presa.
—He aquí—continuó—que tengo en mis manos mi vida. ¿Lo veis?
—¡Sí! ¿Y bien?
—Era bella mi vida. Era pura y seductora mi vida. Era como un hermoso vaso. Y, sin embargo, mirad, ¡la tiro al suelo!
Hizo un brusco movimiento, y todos los ojos se volvieron al suelo como si buscaran en él los pedazos de un hermoso vaso, de una bella vida humana.
—¡Pisoteadla con vuestros pies!—gritó él—. Más