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acariciaban. Le servía de beber y bebía ella misma. De pronto se sobresaltó.
—¿Y tu revólver? Le habíamos olvidado. Dámelo, voy a llevarlo al escritorio.
—¿Para qué?
—Me da miedo. Puede escaparse la bala.
El se sonrió.
—¿Crees tú? ¿Se puede escapar la bala? Tomó el revólver, y como si le pesara en la mano, se lo devolvió a Luba, así como los cartuchos.
—Llévalo al escritorio.
Cuando se quedó solo sin su revólver, del que no se había separado hacía largos años; cuando por la puerta que Luba había dejado entreabierta oyó más distintamente la música y el ruido de las espuelas, sintió toda la inmensidad del fardo que se había echado sobre los hombros. Dió algunos pasos por la habitación, y volviéndose hacia la puerta, en la dirección del salón, pronunció:
—¿Y bien?
Se detuvo, con los brazos cruzados, los ojos fijos en la puerta.
—¿Y bien?
Había en esta pregunta un desafío, un adiós a todo su pasado, una declaración de guerra a todos, incluso a los suyos, y una queja dulce.
Luba volvió, siempre agitada, sobreexcitada.
—¿No vas a enfadarte, querido? He invitado a las demás mujeres... No a todas; a algunas. Quiero presentarte como mi bien amado. Son buenas mu-