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«Ella habla aún de la verdad. Pero ¿por qué tengo miedo? Puesto que lo quiero no hay nada que temer. Allá en la plaza, delante de aquella muchedumbre extrañada, yo sería superior a todos. Sucio, miserable, harapiento, sería con todo el profeta, el heraldo de la verdad eterna ante la cual Dios mismo se debe inclinar.»

—¡No, Luba, esto no es terrible!

—Sí, querido, es terrible. Tanto mejor si no tienes miedo.

«He aquí, pues, como he acabado. No es esto lo que yo esperaba de mi joven y bella vida... ¡Dios mío, esto es la locura! Desvarío. No es tarde aún. Todavía puedo irme...»

—¡Querido mío, mi bien amado!—susurraba la mujer.

La miró. En los ojos medio cerrados de Luba, en su sonrisa, leía un hambre atroz, una sed insaciable, como si hubiera devorado ya algo enorme, pero que no hubiera matado su hambre.

Lentamente, sin darse prisa, se levantó. Quiso hacer el último esfuerzo para salvar su razón, su vida, su vieja verdad. Y siempre sin apresurarse comenzó a hacer su toilette.

—Oye, ¿no has visto mi corbata?

Ella abrió los ojos.

—¿Adónde quieres ir?

Dejó caer sus manos y se volvió bruscamente hacia él.

—¡Me voy!

—¿Tú? ¿Que te vas? ¿Adónde?