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ca mal hecha bajo las intemperies de otoño y entre sus escombros era muy difícil reconocer todo lo bello que hubo en el interior. Los hombres que había amado y con los que había laborado mano a mano, unido a ellos en las alegrías y en los sufrimientos casi le parecían ahora desconocidos. Su vida, incomprensible; su obra, inútil, privada de sentido. Era como si alguien con manos de hierro hubiera quebrado su alma como se quiebra un palo contra la rodilla. No hacía mucho tiempo que esta ha aquí, unas horas apenas que había llegado de allá, de su mundo; pero le parecía que había pasado aquí toda su vida, al lado de esta mujer medio desnuda, oyendo la música y el ruido de las espuelas, que no había salido jamás de aquella casa. No sabía si se encontraba en la cúspide de la vida o en un abismo; lo único que sabía era que estaba contra todo aquello que hoy aún era su vida, su alma.

«¡Es vergonzoso ser puro!»

Se acordó de sus libros, los que le enseñaron la vida, y una sonrisa amarga contrajo sus labios. ¡Los libros! He aquí el libro: aquella mujer con los ojos cerrados, los brazos desnudos, fatigado el semblante, que esperaba con impaciencia. «¡Es vergonzoso ser puro!»

De pronto comprendió con horror que la otra vida había acabado por siempre para él, que ya no podía seguir siendo puro. Y, sin embargo, esta pureza era toda la alegría de su vida, todo su orgullo. Ahora se acabó. Es el reino de las tinieblas que lle-