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pido; la culpa fué tuya. ¿Por qué me has querido hacer el regalo de tu inocencia? Probablemente te dijiste: «Le haré ese regalo y me dejará tranquilo.» ¡Dios mío, qué ingenuo eres! En el primer momento hasta llegué a sentirme insultada; me parecía que hacías eso porque me despreciabas demasiado. Luego he comprendido que lo hacías porque eres demasiado bueno. Tu cálculo era bien sencillo: «Voy a sacrificarle mi pureza—te dijiste—, y con ello aun me haré más puro todavía. De ese modo tendré algo así como una moneda de oro incambiable y eterna. Se la puedo dar a los mendigos, pero vuelve siempre a mi bolsillo.» No, querido, no te valdrá eso.

—¿No?

—No, querido, no soy tan estúpida como todo eso. He visto ya mercaderes así: amontonan millones con todas las injusticias y luego dan diez céntimos para la iglesia y creen que han salvado su alma. No, querido, construye tú mismo la iglesia, da todo lo que es amado por ti. Tu inocencia no es gran cosa; quizá me la ofreces porque no tienes necesidad de ella; está ya caducada, llena de polvo... ¿Tienes novia?

—No.

—Pero si la tuvieras, si te esperara mañana con flores, besos y palabras de amor, ¿me habrías ofrecido tu inocencia?

—No sé.

—¿Lo ves? Tenía yo razón. Me habrías dicho: «Toma mi vida, pero no toques a mi honor.» Das