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tra la silla. A ella le acometió de pronto una alegría loca.

—¡Ahora veo que eres bueno, honrado!

—¡Sí, bueno, honrado toda mi vida! Yo soy puro, mientras que tú... ¿quién eres tú, desgraciada?

—Sí, tú eres bueno—decía ella ebria de alegría, triunfante.

—¡Naturalmente! No como tú... Pasado mañana sacrificaré mi vida por los demás, mientras que tú... te acostarás con mis verdugos. Llama aquí a tus oficiales. ¡Te los arrojaré a los pies como se arroja el alimento a las fieras hambrientas: tómalos!...

Luba se levantó lentamente. Y cuando la miró, agitado por la cólera, fiero, altivo se encontró con su mirada igualmente fiera y aun más despectiva. Se diría que había piedad en los ojos de la prostituta, que de repente se alzaba sobre un pedestal muy elevado y desde lo alto, con una severa y fría atención, miraba algo pequeño y miserable que había a sus pies. Ya no reía; estaba serena. Los ojos buscaban inconscientemente las gradas del trono sobre el que se había elevado.

—Y bien, ¿qué?—preguntó él retrocediendo, siempre colérico pero dominado poco a poco por la mirada serena y altiva de la mujer.

Entonces ella, con una voz severa y cortante, tras de la cual se oía a millones de seres aplastados, mares de lágrimas, una rebeldía contra la injusticia secular, preguntó:

—¿Qué derecho tienes tú a ser bueno mientras que yo soy mala?