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Con una sonrisa confusa tendió las manos hacia ella: era una caricia torpe, de hombre que jamás había tenido nada con mujeres. Ella apoyó su mentón sobre sus dedos cruzados; sus ojos se habían hecho enormes y miraban con un horror indescriptible, una tristeza y un desprecio sin límites.

—¿Qué tiene usted, Luba?—dijo él asustado.

Y llena de un horror frío, en voz muy baja, le dijo ella:

—¡Ah canalla! ¡Dios mío, qué canalla!

Rojo de vergüenza, rechazado, ultrajado por la que él mismo había querido ultrajar, dió un golpe en el suelo con el pie y lanzó palabras groseras a los ojos ampliamente abiertos de la mujer.

—¡Cochina prostituta! ¡Puerca! ¡Cállate!

Ella balanceó suavemente la cabeza y repitió:

—¡Dios mío, qué canalla!

—¡Cállate, criatura vendida! ¡Estás borracha! ¡Estás loca! Si crees que necesito tu sucio cuerpo... ¡Oh no! No es para una criatura como tú para quien yo he guardado celosamente mi virginidad. En cuanto a ti no mereces mas que golpes...

Levantó la mano para pegar, pero no pegó.

—¡Dios mío, Dios mío!—seguía repitiendo la mujer.

—¡Y decir que hay personas que tienen piedad de estas mujeres! ¡Habría que exterminar esta porquería y lo mismo a los bribones que estén con vosotras... a toda esta banda! ¿Tú osabas creer que yo... yo...?

La cogió con fuerza por las manos y la tiró con-