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nal y lo reflejaba en sus ojos. Cierto es que le había pegado; pero aquel acto no era el de una prostituta vulgar e histérica: había en él algo más profundo y grave. Antes se indignó, pero ahora se sentía más bien ultrajado que indignado.

—¿Por qué me ha pegado usted, Luba? Cuando se pega a un hombre por lo menos hay que decirle la razón.

Había en sus palabras una severa insistencia, una obstinación; se leía esta obstinación en sus pómulos salientes, en su frente abombada, en sus ojos.

—No lo sé—respondió ella evitando su mirada.

No quería dar razones. ¡Tanto peor! El se encogió de hombros, y sin dejar de examinar a Luba se puso a reflexionar de nuevo. Habitualmente su pensamiento era pesado y lento; pero una vez preocupado empezaba a trabajar febrilmente, con una fuerza y una inflexibilidad casi mecánicas; se convertía en algo así como una prensa hidráulica que cayendo lentamente rompe las piedras, dobla las barras de hierro, aplasta a los hombres si están allí, y todo ello con impasibilidad, lenta e inexorablemente. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, indiferente a los sofismas, a las alusiones y a las respuestas a medias, manejaba su pensamiento pesadamente, aun cruelmente, hasta asequir el límite extremo de la lógica, detrás del cual no hay ya mas que el vacío y el misterio. No separaba jamás su pensamiento de su persona, todo su cuerpo estaba penetrado de él, y cuando llegaba a una conclusión lógica cualquiera la adoptaba inmediata-