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Dió varios paseos por la habitación, tratando de no acercarse demasiado a Luba. Cuando se sentó de nuevo la expresión de su rostro era severa y aun altiva. Se puso a examinar un puntito negro en el techo, probablemente una mosca de otoño despertada por la luz. Se habría despertado en medio de la noche, no comprendía nada y moriría en seguida.
Suspiró.
Luba respondió con una risa.
—Me parece que no hay motivo para reír—dijo él fríamente, y disgustado volvió la cabeza.
—Vale más que no busquemos razones—respondió ella—. Parece usted efectivamente un escritor. ¿No le contraría esto? Los escritores son como usted. Primero le manifiestan compasión a una y después se enfadan porque una no se arrodilla ante ellos como ante un icono. ¡Qué exigentes son! Si fueran dioses no perdonarían nada.
Y rió de nuevo.
—Pero ¿cómo puede usted conocer a los escritores? Usted no lee nada.
—Viene aquí uno.
Reflexionó examinando a Luba con calma. Como hombre que pasó toda su vida rebelándose contra la vida presentía vagamente un espíritu de rebeldía en aquella muchacha. Esto le turbaba. Procuraba comprender por qué había caído precisamente sobre él la cólera de Luba. Ella conocía escritores, conversaba con ellos, tenía a veces actitudes llenas de una tranquila dignidad y encontraba palabras de una maldad inquietante. Esto no era ba-